Hay una escalerita que conduce al mar, y ella suele bajarla lentamente, envuelta en una larga bata de felpa cuyos bordes va arrastrando por la arena. No tiene edad, o tiene todos los años que una le quiere poner. Sobre sus muslos atléticos y sobre sus brazos de hierro, la piel no ha dado más de sí: allí se le desploma, y también se le desploma sobre el pecho y alrededor del cuello. No son simples arrugas, son los pliegues de la eternidad: Lana es viejísima.
Frente al mar se despoja de la bata, haciendo siempre un gesto muy teatral, como las maromeras de los circos. Enseguida cubre su cabello escaso con un gorro de goma. Y lo mejor, sin duda, es verla entrar al agua. No se persigna, como las viejas damas del Caribe; ni se amilana, como las viejas damas de cualquier parte. Ella se mete al agua como si se metiera de lleno en la muerte.
La primera vez que la vi, nadando lenta y majestuosamente mar adentro, pensé que iba a quitarse la vida. Busqué a mi alrededor alguien que la ayudara, estábamos en Playa Córcega, en medio de un recodo solitario, y no había salvavidas, ni guardia, ni mísero letrero que advirtiera sobre la peligrosidad de las corrientes.
No dije nada y la seguí mirando, pero la amiga que me acompañaba susurró: se aleja demasiado, me da miedo.
A mí también me daba miedo, sobre todo porque el gorro que llevaba se convirtió en un punto breve del azul, una campanita de espuma, una burbuja no precisamente de amor, sino de locura.
Allá tan lejos, se le ocurrió volver. Nadó hacia la orilla con la misma parsimonia con que se había alejado; venció a las corrientes peligrosas, al oleaje fronterizo y a los peces de la gula; pero eso no fue nada, porque también venció a su corazón.
Cuando salió del agua, tan fresca como una sirena, mi amiga la aplaudió. Ella nos hizo un gesto con la mano, subió la escalerita y se sacó el gorro. Los cabellos blancos le brillaron sobre la piel del cráneo, que era por cierto muy rosada. Dijo que acostumbraba nadar todos los días y que las corrientes por allí no eran tan malas.
Entonces la felicitamos y calculamos que, por lo bajito, debía tener la misma edad de las mareas. Le temblaba la voz al hablar, y con esa voz de caracoles rotos nos dijo que se llamaba Lana.
Carlota
Lo único que me pregunto, entre todas las preguntas extrañas y posibles, es cuánto tardará en ir y venir de su casa, teniendo en cuenta que cada dos minutos se detiene en la acera, masculla unas palabras de condena, y se pone a pisotear lo que se me figura una legión de insectos, albinas alimañas que sólo ella puede ver.
Por mi barrio pasa los sábados, pero un lunes la vi por Miramar, aplastando gusanos invisibles bajo un árbol, contando las monedas que, a fuerza de pedir aquí y allá, había logrado acumular en un bolsillo. Carlota es como un pájaro nocturno que sale de día, que va de casa en casa llamando a las señoras, desde la puerta grita: Orá, orá, oráaaaa.
Nunca le había visto sin el pañuelo blanco—también ella se cubre la cabeza para nadar por esos mares de miseria—pero me temo que no tiene la piel del cráneo tan rosada. Cuando le entrego su “ayudita” (ella le llama de este modo a la limosna), me agarra el brazo con su mano, que es una mano flaca y escamosa como la de una bruja: Dios me le dé mucha salud.
Un día me llené de valor y le pregunté por qué se detenía a pisotear la nada al borde de la acera. Ella Alzó su cara más antigua que la alucinación— ¿qué edad puede tener Carlota?—y me respondió que pisoteaba conchas, se agachó para mostrarme algunas. Jamás las vi, pero mentí en su honor.
Así supe que detesta a los caracoles de la lluvia, y que los mata a zapatazos para espantar los malos aguaceros.
Marjorie
Si alguien le hubiera preguntado, cuando se despertó aquella mañana, cuál era su pájaro favorito, Marjorie Lagerwall seguramente habría pedido tiempo para contestar.
Bebía su café mirando fijamente el arpa—Marjorie, en sus tiempos, fue una genial arpista—cuando se acordó de que en la calle había casi veinte grados bajo cero y los pájaros de la intemperie, sus pajaritos de despertar recuerdos, no habían comido.
Fue a la cocina, cogió la bolsa del alpiste, volvió a mirar al arpa y se acercó a la puerta. En la puerta se acordó de los hermosos dientes de su primer esposo, y del vestido negro que se puso para el último concierto. También le llegó, como en oleadas, un olor de la infancia, o mejor dicho, dos: el de las manzanas que asaba su madre, y el de la colonia que se ponía su papá.
Luego salió y no había dado ni diez pasos cuando resbaló en la nieve. La bolsa del alpiste se abrió al tocar el suelo y miles de granitos se desparramaron. Marjorie le gritó a su hijo, pero no mucho. Las arpistas famosas nunca gritan, les parece una vulgaridad. Por otra parte, era temprano, el hijo aún estaría durmiendo, y como le llegaron de nuevo esos olores, el de las manzanas y el de la colonia, se entretuvo tratando de recordar las margaritas dibujadas que tenía el delantal de su madre.
Dos horas más tarde, la entraron tumbada junto a los periódicos de la mañana. El alpiste se había congelado del todo y las manos de tacar el arpa, también.
A sus sesenta y nueve años a Marjorie aún le gustaba interpretar una bonita pieza de Gail Barber, Harp of the Western Wind. Era una música callada, que le hacía evocar las grandes nevadas de su niñez en Minnesota.
De Aguaceros Dispersos
una colección de sus crónicas periodísticas. Mayo 23, 1993